Se atribuye comúnmente esta cita a Antonio Machado y he tenido ocasión de recordarla este principio de verano cuando, por razones largas de explicar, he vuelto a leer los capítulos iniciales de «El Capital», obra fundamental de Karl Marx y base de la ideología comunista. En ellos Marx habla de las mercancías y, muy machadianamente, distingue lo que él llama «valor de uso» del «valor de cambio». El valor de uso de una mercancía no precisa mayor explicación, las cosas sirven naturalmente para algo pues, si no sirven para nada, carecen de valor de uso; el valor de cambio, por el contrario, nos habla del intercambio de las mercancías y de las cantidades de cada una que habríamos de trocar para obtener una cantidad de la otra… es decir, cuantos pollos vale una vaca o cuántos litros de leche vale un martillo, proceso de cambio para el cual resulta muy útil el dinero, entidad que, fuera de esto, carece del más mínimo valor de uso como puso de manifiesto la archicitada frase que, entiendo yo que de forma apócrifa, se atribuye a los indios Cree.
Sólo después que el último árbol sea cortado, sólo después que el último río haya sido envenenado, sólo después que el último pez haya sido atrapado, sólo entonces nos daremos cuenta que no nos podemos comer el dinero.
Marx, en su análisis, prescinde de conceptos básicos para la formación de los precios y que son objeto fundamental de estudio para la economía clásica, como son los de demanda y oferta, y por ello ha sido criticado; sin embargo, a pesar de que comparto plenamente esa crítica negativa a la visión de Marx, su intento de tratar de comprender el «valor» de las cosas me parece loable aunque, ya que estamos en el siglo XXI y en la sociedad de la información, su visión se me antoja absolutamente obsoleta a pesar de que es, ciertamente, inspiradora en algunos momentos.
Para Marx la base del valor estaba en la cantidad de trabajo que había sido necesaria para obtener una determinada mercancía, desde la materia prima hasta el producto acabado. Así, el valor de una sartén de hierro se determinaría por la cantidad de trabajo empleado en extraer el mineral de hierro, fundirlo y dejarlo apto para ser trabajado por los herreros y, finalmente, por el trabajo del herrero que transforma el hierro en sartén. Toda la suma de este trabajo sería para Marx el valor de la sartén.
No voy a discutir el punto de vista de Marx ni su caracterización del trabajo como elemento generador de valor, sólo voy a tratar de dar un salto de la Sociedad Industrial del siglo XIX a la Sociedad de la Información del siglo XXI, salto en el que, quizá, alguna de las ideas expresadas pudieran ser de utilidad. Veámoslo.
Si pensamos la realidad con un enfoque informacional no nos costará entender que el universo está compuesto esencialmente de tres cosas: materia, energía e información, si bien, es esta última la que verdaderamente hace interesante al universo. Quizá en este punto convenga aclarar a qué me refiero cuando hablo de información y esto puedo hacerlo de dos formas: o bien remitiéndome a la teoría de la información de Claude Shannon y a los postulados de la termodinámica y demás teorías científicas o bien vulgarizando de un modo más sencillo para ahorrarles el trabajo científico que lleva aparejada la primera opción. Voy a tratar de hacerlo.
Créanme, en el universo se desarrolla una guerra eterna entre el orden y el caos, entre la información y la entropía, una guerra que sabemos de antemano que ganará el caos pues, como sin duda sabrá usted aunque no haya estudiado física, la entropía es la única magnitud que siempre crece en el universo junto con el tiempo.
Sin embargo, el que la entropía (si quiere llámele caos) crezca siempre en el universo no significa que, localmente, no haya lugares en el cosmos en los cuales el orden (la información) se manifiesta en todo su esplendor y revierte este fatal sino universal. Mire a su alrededor, las plantas y árboles engendran plantas y árboles, los animales y microbios campan por doquier y esas son realidades que contradicen el inexorable camino al caos del universo: un maravilloso orden rige aparentemente la biosfera de la Tierra. Sin embargo, créame también, este efímero triunfo del orden sobre el caos no es gratis, pues sólo puede producirse a costa de un generoso aporte de energía.
Si usted mira a su alrededor verá las mismas materias y energías que pudieron ver los dinosaurios en el Jurásico y el Cretácico… sí, mire bien, lo que usted está contemplando es el mismo hierro, el mismo granito o sílice que ya estaba en la Tierra en los períodos en que los dinosaurios imperaban en nuestro planeta. No hay ninguna materia ahora en la Tierra que no estuviese ya en ella en el Jurásico y, sin embargo, usted sabe también cuán diferente resulta nuestro mundo de aquel: aviones, rascacielos, naves espaciales, microprocesadores… La realidad es que, siendo el mismo mundo y la materia la misma, hemos logrado «informarlo» de forma muy distinta y reordenar la materia de manera que adquiera nuevas formas y propiedades. Un vaso de vidrio, en realidad, no es más que un puñado de silicio informado de una manera muy particular. Calentando el silicio se consiguió vidrio al que luego se le dio la forma precisa para que fuese un óptimo recipiente para líquidos. La metáfora es bastante exacta: el ser humano, a costa de un generoso aporte de energía, ha informado el silicio con una forma nueva aumentando el orden de manera local en este rincón del universo. Si bien lo examinamos toda la obra de la humanidad no es más que el producto de tres factores: materia, energía e información, hecho este que supone una tentación casi irresistible para tratar de elaborar sobre él una nueva teoría de la economía o incluso de la justicia. Sin embargo, mil palabras ya son suficientes por hoy, máxime si tenemos en cuenta que este post no va a interesar a nadie o casi nadie, de forma que dejaremos esas tentaciones para otras tardes de este mes de agosto.
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